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22.2.08

EL GATO PUSHKIN Y YO - Norbert-Bertrand Barbe

En la casa de los perros
Tengo sólo un amigo
A los demás no me acerco
Uno aprende del pasado

El gato Pushkin y yo estábamos sentados a la orilla del sereno cuando se levantó, quiero decir el sereno, ya que el gato Pushkin, por una cuestión de edad y gordura, hacía años que el pobre animal ni se levantaba, ni para orinar. La época de la que les hablo era del tiempo del Dr. René Schick, no sé a la verdad si a los jóvenes de hoy les dice todavía algo este nombre. Pero pienso que debo aclarles que yo entro en mi 74 año.

El gato Pushkin y yo dormíamos juntos, en la casa de mi madre. Yo tenía una hermanastra de la peor especie, ella era de otro padre, así que nunca pudo vernos, al gato Pushkin y yo. Siempre nos peleó. Por suerte, ella se casó temprano, o sea, no en cuanto a su propia edad, ya que ella me llevaba 17 años a su defavor, sino en cuanto a la mía. Vivíamos de expedientes en la casa de mi madre, el gato Pushkin y yo, perdidos en el tiempo sin pasar de la comarca nuestra; comíamos tortas de sardinas, por lo menos todavía en esa época, y dentro de nuestra miseria y abandono, había sardinas para hacer tortas que pudieramos comer. Eso, aunque no pareciera, a uno le lleva un poco de felicidad, es miel para endulzar los tragos más amargos de la historia.

De mi madre, ¿que podría decirles? Probablemente el gato Pushkin hubiese hablado mejor de ella, pues, de los dos, creo que siempre ella le prefirió a él. La verdad, a mí, no me molestaba, pues si el gato Pushkin y yo eramos por así decir un solo, aunque, claro, en dos cuerpos distintos, y tal vez eso es lo que hace toda la diferencia.

El gato Pushkin y yo nos poníamos largas horas a revisar el paso del tiempo en las nebulosidades del cielo diurno, y a veces nocturno. Quien dijo que los gatos no hablan, si el gato Pushkin siempre habló más que yo. Por lo menos, así pasaba con mi madre. Conmigo, si sólo era gritería, y la mayoría de las veces no tenía nada que ver con eso de la Purísima. Creo que fue por eso que me fui de la casa de mi madre, dejándolos solos, al gato Pushkin y a ella.

Sin embargo a veces me hace falta, el gato Pushkin. Era negro de punto a rabo, de hocico a cola, el gato Puskin, y yo que era blanco, también de ojos verdes, como el gato Pushkin, cuando no me decían chele, me decían el gato. A pesar de que mi amistad con el gato Pushkin no era por razones genealógicas, si yo nunca me llevé bien con mi familia. O mejor dicho, fueron ellos quienes nunca quisieron llevarse bien conmigo, pero a mí poco me valía en verdad, si más tiempo pasaba con el gato Pushkin.

Creo que todavía si está vivo el viejo gato Pushkin, pero lo dudo mucho, debe de acordarse de mí. Y quien sabe si en este recuerdo mutuo que nos une a través —y a pesar— del espacio y el tiempo no seguimos ahí, el gato Pushkin y yo, en las primeras gradas de entrada de la casa, a mirar las estrellas, perdidos los dos en sus cosas personales, el supongo en sus cosas de gato, y yo en mis cosas de hijo pródigo.

Al pensar en todo aquello, me acuerdo de repente de ese que hablaba de la llamada de los pañuelos blancos.


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© 2008, Norbert-Bertrand Barbe
Tomado del libro "Caprichos nicaragüenses".
Puedes saber más del autor [[AQUÍ]]
www.miniTEXTOS.org