25.4.08

EL BILLETE GANADOR - Eduardo Soto

Conducía por Calidonia el auto que le debo al banco, y la he visto. Se bajaba por el lado del conductor de un carro doble tracción color champaña, con rines de lujo y tres hileras de asientos forrados con piel. Iba dentro de una blusita rosa y un diablo fuerte ceñido que, obsequioso, exponía al escrutinio público una carnalidad preciosa, firme y líquida a la vez, con unas joyas imperiales que hace treinta años no tenía. Se veía como una mujer hecha y derecha, de esas que no tienen prisas porque ya aprendieron a conjurar el incendio del volcán despierto que se agita en sus profundidades, y que sólo se desata en estropicio cuando ellas dan la voz de mando.

Llevaba el cabello recogido, lo que me permitió volver a mirar el cuello blanco y largo de otros tiempos, que ponía tenso cuando yo la aferraba para besarla a la fuerza, siendo entonces una niñita que todavía no soñaba con poseer el don de malabarista que se necesita para manejar el par de tacones que, esa tarde cuando la he visto, le hacían ver muchas pulgadas más alta de lo que realmente es.

"¡Cómo has cambiado, mujer!", dije en voz baja, pero con el tono de grito íntimo que tienen las lamentaciones cuando perdemos en la lotería. Y así fue que me sentí, un perdedor, y paso a explicar por qué.

Ella y yo fuimos lo que siendo púberes llamamos "novios", del tipo que surge en la escuela, cuando empiezan a gustarnos las chicas al mismo tiempo que nos molestan los pelos que aparecen como hierba mala por todo el cuerpo, cuando nos cambia la voz, y una y otra vez despertamos húmedos y verticales en las mañanas, mientras nos rehusamos a dejar las pistolas de salva, los trenes de juguete, y los muñecos G.I. Joe del vecino.

En ese tiempo la niña era flaca y bastante fea. Por eso aquel noviazgo para mí era temporal, como un diente de leche, que usaba para llegar a otra chica, una muchachota de cabellos largos y figura exuberante y salvaje que a todos nos traía locos. La flacucha me sirvió para obtener información estratégica sobre el objetivo: sus puntos débiles y sus fortalezas, sus gustos y fobias, virtudes y defectos y, por fin, el número de teléfono. Cuando tuve lo que quería, eché a un lado a la ingenua y pálida, de dentadura irregular atenazada con alambres, siempre aprisionada en aquella falda larga de convento, con voz de pajarita y ojos tristes que no hacían otra cosa que mirarme con boba languidez (en esos días yo era algo atlético, y mis buenas notas me tenían en posición privilegiada con algunas niñas). Le dije sin tapujos que me harté y que por favor no me llamara más. Hasta el sol de hoy ha sido así.

En aquellos días, cuando gocé con ser perverso y corrupto en los asuntos del corazón, cual político o empresario de hoy que usa la felicidad de otros como moneda de cambio para colmar sus voracidades, no me imaginé que ella se convertiría en el sol que vi aquella tarde. Nunca creí que debajo de la piel de esa chiquilla sin gracia se escondía semejante lindura, que esperó a que diera la espalda para salir a la luz, y vino a toparse conmigo una treintena de años después, provocándome el dolor de pecho que agobia a quienes, después de los sorteos de la lotería, se dan cuenta que tuvieron el billete ganador en sus manos, y lo desecharon en un repentino acceso de idiotez.


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© 2008, Eduardo Soto
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2 comentarios:

j4ur14 dijo...

Bueno, todos hemos tirado un billete ganador alguna vez.

Anónimo dijo...

A mi me continuan botando hace 2 años. Será que me estoy cansando de lo mismo¿?