Lo reconocí en un comedor de carretera. Ladino y presuntuoso, vistiendo de caqui, como cuando torturaba estudiantes durante la represión.
No comía, más bien devoraba. Llevó a su boca una pieza de pollo con los dedos para mordisquearla, chupándola, paseándola por los labios como dulzaina, mientras la enjundia le escurría por la barbilla.
Los recuerdos se agolparon irremediablemente en mi cabeza. Tantos sufrimientos e inmundicias. Míos y de los demás. Por lo tanto debía proceder porque comenzaba un nuevo siglo y era mi deber afrontar la revancha contenida durante tantos lustros, así que me le acerque de frente.
Me miró venir con sus ojillos certeros y la boca ensalivada, como cuando nos ultrajaba amarrados en el encierro y me reconoció. Cómo podía olvidar mis ojos verdes y el cabello rojizo que tanto mancilló. Entonces, intentó apartarse presagiando mi intención pero me adelanté disparándole, hasta que la pistola martilló vacía y vi su alma escapar holgada por entre la coladera. Recargué y lo maté dos veces, como a las lagartijas, que primero hay que ultimarles la cola y después el resto.
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© 2008, Ernesto Bondy Reyes
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